Olav Ytre-Eide es un rubiecito de 2 años que apenas balbucea noruego, pero su participación no deja de asombrar. Cuando llega el momento de sacar los desechos familiares a la calle, abrigado hasta las orejas para resistir el duro invierno, él lleva la bolsa de color azul; su hermano Erik, de 5 años, la blanca, y Mira, la mayor, de 8, la verde. En el sistema de clasificación por colores, la azul tiene residuos plásticos; la verde, orgánicos, y la blanca, el resto. Así, Olav se enorgullece de llevar la bolsa más grande... y liviana.
En recipientes separados colocan papel, vidrio, metal y basura electrónica. La separación es el inicio del proceso que hizo de Oslo una capital ‘verde’.
“La separación de la basura en bolsas de diferentes colores, implementada desde hace algunos años, nos obligó a tomar el hábito de pensar siempre de qué materiales está hecha cada cosa antes de tirarla”, explica vía Skype Kjersti Album, la madre de Olav, una politóloga de 38 años.
Entre otras aplicaciones, las escuelas de Oslo reciben electricidad de estas plantas y casi la mitad de la capital noruega cuenta con calefacción gracias a los residuos domiciliarios.
Con tanta eficiencia, Oslo se fue quedando sin basura para sus plantas y, desde el 2009, la importa de Inglaterra. “El 12 por ciento de los residuos que utilizamos para hacer funcionar nuestra planta de Klemetsrud, en Oslo, viene de afuera”, dice Pal Mikkelsen, director de la agencia municipal que procesa la basura.
¿Cómo se dio esta paradoja de que una potencia petrolera se haya convertido en un modelo en la utilización de energías renovables, y de que uno de los países más industrializados esté al frente de los que cuidan el medioambiente?
“La integración entre el noruego y la naturaleza es un ingrediente vital de nuestra identidad. Los fines de semana, los parisinos y los londinenses se vuelcan en masa a visitar sus museos, galerías, restaurantes y cines. Pero en Oslo, la gente satura las estaciones de bus y de trenes que llevan a los bosques, las montañas y los fiordos. A falta de monumentos históricos, los noruegos se enorgullecen de sus paisajes”, escribió el antropólogo Thomas Hylland Eriksen.
Hasta el himno nacional es una declaración de amor por la naturaleza. “Sí, amamos este país que se yergue robusto, capeando por encima del mar”, reza la letra.
Así es como sigue siendo un hobby de esta nación la recolección de frutos y hongos silvestres, al igual que la caza y la pesca. Por todo esto, los noruegos tienen una obsesión por cuidar la naturaleza. “Cuando vamos a los bosques, siempre llevamos bolsas para traer la basura ya clasificada de regreso a casa”, comenta Kjersti Album.
Su marido, Martin Ytre-Eide, recuerda la resistencia inicial de la gente cuando se lanzó el sistema de separación por colores.
“Muchos protestaban porque no era tan sencillo conseguir las bolsas. Ahora la municipalidad las regala en los supermercados. Así que no es algo complicado de hacer”, señala este astrofísico de 36 años.
Proceso
“Cuatro toneladas de basura tienen el mismo poder energético que una de combustible líquido fósil, que es muchísimo más contaminante”, subraya el ingeniero Mikkelsen.
Desde afuera, la planta de Klemetsrud para la conversión de desperdicios en energía se puede confundir con un hotel. No hay ningún rastro ni olores que indiquen que allí se procesan 300.000 toneladas de basura por año. Solo una chimenea de la que sale vapor, 99 por ciento puro.
El proceso es muy sencillo. Primero, un lector óptico se asegura de separar las bolsas por color. Las azules, con plásticos, son enviadas para reciclarlas en nuevos productos plásticos. Las verdes, con restos de alimentos, se usan para obtener fertilizantes y el biogás con el que funcionan los buses de la ciudad.
Las bolsas blancas son incineradas a 850 grados centígrados. Ese calor hace hervir el agua de un contenedor, y el vapor resultante tiene dos funciones: mover una turbina que genera electricidad para las escuelas y alimentar la red de calefacción urbana. Tras la quema, el 20 por ciento de la basura se convierte en cenizas, que son enterradas en rellenos sanitarios.
“Todas nuestras plantas de Oslo procesan unas 410.000 toneladas de basura anuales, pero la capacidad es mucho mayor, con lo que estamos en condiciones de brindar energía y calefacción a mucha más gente”, afirma Mikkelsen.
Los noruegos cobran a los ingleses entre 30 y 40 dólares por tonelada para recibir su basura para incinerar. Dicho de otra forma, los ingleses pagan a Oslo para darle el combustible que hace funcionar sus plantas.
RUBÉN GUILLEMÍ
La Nación (Argentina)
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